jueves, diciembre 15, 2005

faraway

Cuando las ramas de la ventana de mi cuarto (el del ala oeste, que ve a Budapest), se mueven, bueno se mueven. Eso.

Ah, les tenía que contar algo. Siempre he querido tener un piano. A veces le quisiera poner un TFT de 24 pulgadas dentro para que cuando lo toque sea como un espejo. Claro que el espejo me saldría medio caro pero qué chuchas si igual no tengo ni dedos. JAAAAAAAAAAAAA. Ni dedos! JAAAAAAA. Ok.

Bueno y tengo hasta el puesto y todo. Le tengo la esquinita donde está el viejo sillón, aquel que me mecía de chico cuando me salió el primer colmillo, el olvidado, en el que ni los gatos se mean, el marrón, aquel que tuvo siempre la capacidad de generar bolas de pelos sin que nadie se siente en él. Bueno yo boto el puto sillón a la calle y listo. Si igual lo más seguro es que siga ahí por la eternidad. Luego les hablaré alguna vez del viejo sillón que nunca se recogió de la calle. Es que así es hoy en día, sillones que no se mean, pantallas planas que sirven de espejos. A dónde nos va a llevar el vertiginoso mundo? A ningún lado!!! A ningún puto lado. Somos como la décima cara del cubo Rubik, no existimos. La dimensión paralela es en la que vivimos y somos nada más imágenes proyectadas de nuestras propias frustraciones, nuestros sillones y pianos.

Las hojas se mueven cada vez más duro y con ellas mis sueños se cuelgan de sus bordes, juegan con su savia y vuelven a mi cabeza. Los pensamientos adoptan formas de gusanos, de zanahorias, de ojos salidos de sus bordes y reproductores MP3. La vida hoy carece de sentido todo el tiempo. Pero igual quiero mi piano.

Tan tan.

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